Las caprichosas corrientes han arrastrado el cadáver
hasta la Punta de la Aduana en el Dorsoduro. El cuerpo lleva flotando por el
Canal Grande desde la Riva del Carbón hasta el Palazzo Barbarigo donde llegó a
las tres de la mañana. A la altura del Rio di San Barnaba se quedó al menos una
hora encajonado entre dos barcas de las que traen el pescado a los puestos del
Rialto. En ese rato, la barba de algas de una de las embarcaciones se quedó
enredada en la mano izquierda. Y ahí permanece desde entonces.
Es una mujer vestida de blanco con un pañuelo anudado
al cuello.
El cadáver flota boca abajo de forma que en sus ojos podríamos
ver el reflejo del fondo de la laguna. Ahora mismo aparece el cieno que durante
siglos se ha acumulado en la Fondamenta della Salute. Se identifican zapatos
perdidos, una maleta rota, un carrito de niño, la cabeza de una muñeca de
porcelana, un par de gatos muertos, un jarrón roto, un ancla de barco. También se
adivina el costillaje de un pez gigantesco. ¿Alguna vez hubo ballenas varadas
en Venecia?
Al paso por Santa Maria del Giglio los ojos muertos
descubren en el fondo unas imposibles formaciones tubulares, como chimeneas
cónicas de las que salen burbujas. ¿Será Venecia que respira? Y en un lado del
canal, sosteniendo la Basílica de Santa Maria della Salute, un bosque sumergido
de pilotes de olmo y troncos de roble como cimiento de la nave de piedra. Son
los árboles que llegaron de los Alpes para levantar esta mole que alberga
delicados tizianos.
A la altura del Palazzo Dario el agua se cuela por
callejones submarinos que casi nadie conoce, un laberinto ignoto que sólo asoma
cuando se desecan los canales para hacer alguna obra de reparación o
saneamiento. Desde luego es una Venecia que no aparece en los mapas ni en los
grabados que cuelgan de las paredes de viejos y silenciosos museos. En esta
Venecia submarina las corrientes lagunares provocan en las casas un ruido de
oleaje que llega distorsionado y que al subir hasta las estancias más altas
sugieren conversaciones de fantasmas. Y en el techo de uno de los pasajes
abovedados cuelgan las raíces de plantas huidas de jardines de esos que se
cultivan en la parte de atrás, al refugio de la mirada descarada de los
turistas que atraviesan el Gran Canal. Qué inquietante esta Venecia de los
fondos, inmóvil, suspendida, llena de
bosques ahogados, desván de objetos inservibles, mapa de dormidas corrientes
marinas.
La mujer se arrojó al canal a las doce en punto. Es
joven, de apenas veinte años, la melena negra -que olía a uvas y ahora
desprende un vago hedor a salmuera- se mueve al ritmo de las aguas que hoy
están estremecedoramente calmadas. Apenas sopla viento.
Entre sus piernas el agua parece roja. Es un cadáver
que aún menstrúa. La joven olvidó o pensó que ya no importaba colocarse los
paños de algodón. El recuerdo de la vida se escapa en el agua, es una nube
rojiza que acompaña a la difunta hasta esta Punta de la Aduana.
Falta poco para llegar al mar oscuro y denso, lagunar
y furioso, salado y dulce.
Adriático.