martes, 14 de mayo de 2013

TRIESTE, LA SONÁMBULA II


 
Cuando se trasladó a la ciudad aún se podían ver en las esquinas de las calles las cuerdas que evitaban que los transeúntes, azotados por el bora, cayeran en la carretera y fueran atropellados. Ahora, sólo en algunas calles quedaban las marcas de hierro donde se habían anudado las cuerdas antiviento para aquellos paseos heroicos. En algunos cafés y tabernas colgaban de las paredes fotografías antiguas en las que los apurados triestinos intentaban doblar una esquina azotados por el viento y sólo frenados por las cuerdas antibora. Eran imágenes tragicómicas porque había numerosas escenas de caídas que parecían fotogramas del más puro slapsticks del cine mudo, pero también graves accidentes en los que algún peatón aparecía muerto bajo las piedras de un balcón desprendido o quizás por el trozo de una estatua demasiado frágil para las iras del bora.
Antonella se divertía al observar la sorpresa de Vittorio cuando corría aquel viento tan extraño para todos los que no eran de Trieste. Ella le explicaba que en los días de viento la gente evitaba ir a la peluquería, llevar peluquín o sombrero. No se leían periódicos, las recién casadas no usaban velo y las adolescentes prescindían de minifaldas.
Trieste era una ciudad para paseos de peatones funambulistas, acróbatas del aire y equilibristas sobre cuerdas agitadas peligrosamente por violentos huracanes. A Vittorio le divertía observar aquel circo improvisado en plazas, calles y avenidas. Alguna vez sufrió percances por culpa del viento, ya que salían volando los papeles que llevaba bajo el brazo. Un gran error de costumbre que no le habría ocurrido a un verdadero triestino, siempre con las cosas a resguardo. Sin embargo, Vittorio terminó por adorar este viento provocador y pícaro como si siempre lo hubiera conocido. De alguna forma era como si los aires de su palacio veneciano se hubieran hecho adultos y mostraran de vez en cuando mal carácter fruto de la madurez y las aristas de la vida. Vientos, graves, malhumorados, viejos.


Sólo tenía algo de temor al recorrer las calles del puerto en las que se adentraba el mar y que le recordaban una especie de Venecia salvaje o quizás una Venecia apocalíptica que definitivamente había sucumbido a su destino: quedar sumergida bajo las aguas, anegada por el Adriático siempre amenazante. Trieste era como una Venecia del final de los tiempos. Aquellas calles del puerto eran anchas, casi con la ambición de audaces avenidas y el agua del mar entraba a través de canales donde los pescadores amarraban sus barcazas. Sin embargo, no dejaban de ser calles con coches y paseantes. Calles con la melena y las faldas al viento, despreocupadas y elegantes. Calles como de ciudad marina en la que no se terminaban de borrar las fronteras entre el mar y tierra adentro. Vittorio temía pasar por estas calles-puerto los días del bora por el riesgo de caer al agua.
 


Extraña Trieste, ni verdaderamente italiana ni austriaca. Ciudad fronteriza, entre el mar y la tierra, fragilísima, azotada por el viento, tan rara como su destino, un azar histórico que movía las veletas disparatadas de sus edificios. Una ciudad ideal para que los viejos recuerdos salieran volando aprovechando los furiosos vientos de los Alpes.

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