La misma noche en la que descubrieron en la playa el
cementerio de barcos Vittorio tuvo un sueño extraño. Estaba buceando en las
aguas turquesas, pero se volvían turbias y pegajosas impidiendo que pudiera ver
bien. Aparecieron los cascos heridos de enormes cruceros que habían navegado durante
años en travesías de lujo. Vittorio los rodeaba con cuidado de no rozar las
aristas oxidadas. En algunos de ellos le pareció ver que seguía celebrándose
una fiesta en cubierta como si no hubiera ocurrido nada. La gente reía, bebía,
comía canapés de delicias marinas. De uno de los barcos que tenía un profundo
agujero en el casco salían los marineros de la tripulación para inspeccionar su
estado. Iban alineados en formación. A Vittorio le pareció que aquel viejo
trasatlántico tenía una forma de calavera, con cuencas vacías que parecían
observarle en esas profundidades soñadas.
A pesar del miedo que tenía, era consciente de que
estaba soñando, por lo tanto nada podría ocurrirle, así que se internó por uno
de los agujeros, concretamente la cuenca del ojo izquierdo de la calavera-barco.
Recorrió salas de máquinas, pasillos larguísimos, camarotes deshabitados,
arcones abiertos aún con las ropas abandonadas por las prisas de un naufragio.
En el gran comedor las mesas aún tenían servida la comida sobre blancos
manteles. La sopa humeaba en los impecables platos dispuestos en círculo y
rodeados por bandejas de mariscos que parecían estar vivos. Vittorio sintió
hambre y dio un mordisco a una pata de cangrejo que le pareció deliciosa y en
la que recordó el sabor dulce y picante de un animal exótico que le habían
servido en la cena del día anterior en el restaurante del hotel.
Siguió intérnandose dentro del barco muerto y tuvo la
sensación de que paseaba por el cementerio de San Michelle, aquella isla de los
muertos donde van a parar los venecianos.
Al cruzarse este pensamiento, el interior del barco se transformó en un inquietante paisaje familiar. Miró a través de un ojo de buey y entonces vio un curioso mascarón de proa que había pertenecido a un barco antiguo. Se acercó buceando hasta el pecio y descubrió que no se trataba de la habitual figura femenina que preside las proas sino un personaje que él reconocía: el cabezón de bronce, un Eolo derrotado en las profundidades marinas, cubierto por algas y musgo como una melena criada por la pereza de los siglos.
Al cruzarse este pensamiento, el interior del barco se transformó en un inquietante paisaje familiar. Miró a través de un ojo de buey y entonces vio un curioso mascarón de proa que había pertenecido a un barco antiguo. Se acercó buceando hasta el pecio y descubrió que no se trataba de la habitual figura femenina que preside las proas sino un personaje que él reconocía: el cabezón de bronce, un Eolo derrotado en las profundidades marinas, cubierto por algas y musgo como una melena criada por la pereza de los siglos.
Pronto se percató de que tras el mascarón había una
puerta. Entró intuyendo el escenario por el que buceaba. Reconoció el vestíbulo
con el pavimento ondulado a causa de las mareas, la gran escalera, los retratos
familiares que –sin embargo, parecían no darse cuenta de su presencia-, la
primera planta con el salón, la biblioteca y así hasta llegar al salón de los espejos.
Vittorio se dio cuenta de que eran espejos que no reflejaban nada como si ya
fuera un fantasma. Entonces, despertó. A su lado, Antonella dormía
plácidamente, como mecida por el más amable de los mares.
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