lunes, 20 de mayo de 2013

UN MALETÍN EN LA FONDAMENTA


 
En 1849 se congeló la laguna.
El doctor Giuseppe Croce se apresura para llegar pronto a casa. Acaba de hacer una visita de urgencia en uno de los viejos palacios que alquilan los ingleses en la parte de atrás de la Fondamenta Foscarini y que parece haberse puesto de moda. Todo el Rio di Santa Margherita muestra ventanas con banderas que indican que se alquilan mansiones enteras, plantas o habitaciones, según las necesidades o los bolsillos.
El barrio parece una colonia inglesa, un trozo neblinoso y exótico de Londres. El último capricho de los viajeros británicos. El doctor está asqueado. Es la quinta muchacha que visita este mes con los mismos síntomas: anemia, blancura extrema -de hecho casi todas exhiben con orgullo su piel clorótica-, languidez, depresión, desmayos estratégicos, suspiros provocados por la falta de aire, sonambulismo, fiebres nocturnas. Un cuadro sintomático que responde a un argumento previsible: a Venecia se viene a morir de amor.
Lástima de ciudad convertida en escenario fabulado para tragedias impostadas. Venecia servidora que no duda en disfrazarse según indique el guión de una mala ópera. El doctor Croce piensa en el triste destino de su ciudad, aquella Venecia que fue la más poderosa de todas las capitales, que gobernó sin sombra el Mediterráneo, que se bañaba en riquezas, que se pavoneaba del lujo de sus iglesias y palacios. Esa Venecia casquivana y orgullosa que cuando vio que se escapaba su antiguo poder no dudó en seguir disimulando, en convertirse en el paraíso de las fiestas, en continuar siendo la más hermosa y seductora que disfrazaba su decadencia con joyas y fabulosos tejidos. No le importó ataviarse según le dictaban los forasteros, travestirse en meretriz bellísima y experimentada para continuar como dama principal y objeto de todos los deseos. Pero todo eso había terminado, Venecia había entrado en su siglo más oscuro. Toda la farsa de tantos siglos de seducción irreal se desvaneció cuando Napoleón invadió la ciudad. Se había descorrido el telón y sobre el escenario no aparecía más que una vieja desnuda que alguna vez había sido bella, pero que ya no podía disimular las canas ni las arrugas ni los pellejos que le colgaban. La comedia había terminado. Luego llegaron los austriacos y la antigua señora serenísima se dio cuenta de que no era más que un rincón alejado y exótico dentro del poderoso imperio austrohúngaro. Y ahora estaban estos viajeros decadentes que la utilizaban como destino de sus malísimas novelas, de sus previsibles cuadros, de sus cuadernos de viajes escritos con la prepotente mirada del Norte, del metódico Norte que cansado de sus rutinas y disciplinas decidía aventurarse en el Sur pasional y desmedido, imprevisible y racial, tan ignorante como atrevido. Un lugar ideal para distraerles.
 

La laguna está congelada aunque en el muelle que da al Campo di Carmini la superficie es sólo escarcha. Qué extraña visión la de esta Venecia de hielo. Una niebla envuelve ahora la zona y el doctor lamenta haber salido en esta noche de perros. Las hornacinas con altares de santos en las esquinas del barrio apenas sirven para iluminar las calles. Además, el viento ha apagado algunas lámparas votivas de aceite. La ciudad parece suspendida entre la niebla y la oscuridad. Una Venecia inesperadamente tenebrosa.
Giuseppe Croce decide andar más despacio, teniendo mucho cuidado dónde pone el pie porque ni siquiera se aprecia con claridad el suelo. Aunque conoce bien Venecia la niebla le impide ver el final de algunos callejones y dónde terminan en realidad los muelles. Camina con lentitud y de pronto siente miedo. Decide espantar sus temores pensando en alguna cosa amable, por ejemplo en sus últimas investigaciones, su verdadera pasión porque las consultas a pacientes le sirven sólo para poder vivir. Él se considera en realidad un científico. Qué dirían estos ricos y prepotentes ingleses de sus ambiciones, del libro que está escribiendo, de la pulcritud de su laboratorio, de sus ambiciosos descubrimientos. Ellos que piensan que un italiano no es más que alguien destinado a la servidumbre, un indolente que, eso sí, tiene la suerte de vivir en un país maravilloso.


El doctor, distraído otra vez con sus pensamientos, pierde la orientación. Se para y entre la niebla ve el perfil de la Scuola Grande dei Carmini y rápidamente reconoce con exactitud el lugar en el que está. Ahora sabe que tendrá que adentrarse en un pasaje oscurísimo. La hornacina del santo que da a la Iglesia de San Pantaleone sólo está iluminada por un minúsculo candil.
Avanza con cuidado refugiándose en la calma y placidez que le da pensar en sus últimas investigaciones. Pronto publicará un libro que ya ha titulado: Tratado de las exhumaciones y sobre los cambios que sufren los cadáveres al pudrirse en la tierra, en las fosas sépticas, el agua, en los bosques y en los muladares. Sí, un asunto lúgubre, pero que a él le apasiona y que aportará grandes avances a la ciencia médica y también a la investigación criminal. En el maletín con su material quirúrgico lleva algunas páginas con anotaciones.
Hace cuatro días experimentó con cadáveres acerca de la putrefacción en el agua y llegó a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, que en un cuerpo sumergido –como los que él ha visto ahogados en el canal y que llegan al pabellón de anatomía, cuerpos de suicidas o mendigos sin nadie que los reclame- se retrasa la putrefacción por efecto del agua. Que un cadáver cuando lleva… Y justo en ese momento el doctor Giuseppe Croce, demasiado distraído en sus cosas, resbala y cae al agua. Agua oscura y casi congelada que poco a poco le aturde los miembros, que no le responden. El doctor Croce siente pánico, una angustia indescriptible al darse cuenta de que se está helando, que a su cuerpo le baja la temperatura y que si no se da prisa, entrará en shock por hipotermia, que sus pulmones se inundarán y se hundirá poco a poco en la laguna, que llegará al fondo y el légamo inmundo de los lechos venecianos comenzará a actuar sobre su cuerpo muerto y quizás lo conserve algunos días de la putrefacción, que lo rescatarán cuando el cadáver hinchado salga a la superficie y lo llevarán a la sala circular del pabellón forense y servirá de experimentación a sus colegas y nunca podrá escribir ese tratado. Porque ahora, mientras cae lentamente como uno más de los miles de ahogados de Venecia, sabe que ya sólo es un objeto de experimentación de cuya desgracia se sabrá en los periódicos que leerán mañana los burgueses en sus apacibles desayunos de café y pan con mermelada de naranjo amargo, una de esas sutiles delicias que sólo se dan en estos paraísos meridionales y exóticos. 

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