La nave de la Municipalidad se encuentra en las
afueras de Venecia, en una de esas islas que aún sirven de astilleros para
góndolas y que se hunden poco a poco cada año. Una de las islas más extrañas a
la que se llega después de tomar el vaporetto y en la que viven las familias de
marineros, gondoleros y algún hortelano de los que suministran legumbres y
verduras en los mercados de la ciudad submarina sin huertos ni cultivos, sólo
tristes jardines secretos.
Huele intensamente a pescado macerado y a la densa pintura
negra de receta secreta que los gondoleros aplican hasta siete veces en sus
embarcaciones para conseguir el intenso negro lúgubre que refleja los perfiles
de la ciudad como espejos que navegan. En esta isla, el aire atraviesa las
redes secadas al sol que los pecadores tienden junto a sus casas dejando un
inconfundible olor a mújoles y otros peces de la laguna. También hay ropa
tendida en los callejones. El viento pasa por los tendederos desvelando qué
secretos hay en las camisas blancas de sol, los pantalones remendados, las sábanas
y bragas recosidas. Vittorio Brunellescho recuerda las historias de la tata
Simona que lo crió y que alegró su infancia con relatos fantásticos. Cuando
planchaba decía que con el vapor se escapaban los recuerdos que aún se
escondían en los pliegues de la ropa. Al pasar la plancha, en la nube caliente
de vapor huían los malos momentos que habían quedado impregnados en esa blusa
que llevó mamá al recibir aquella mala noticia o el llanto de la abuela en el
camisón manchado de lágrimas al recordar a su hermana Agnes, muerta en la
laguna, o el levísimo olor a sudor alcoholizado de una tarde feliz de verano.
Como si en la ropa hubiera quedado escrita la biografía más secreta de una
familia.
Vittorio aspira el aire que trae las vidas de los
habitantes pero no consigue descubrir nada: ni tragedias, ni alegrías. Quizás
le falta la imaginación o la sensibilidad de la tata Simona para atrapar nubes
de vapor, aunque sabe que no, que desde hace tiempo se empeña en reprimir esa
capacidad para fabular. Razón sin fantasía, algo que aprendió en Trieste cuando
decidió que así sería más feliz. Sin memoria, sin recuerdos, sin lastres que
inpidan avanzar.
Sigue caminando hacia la taberna en la que Pietro siempre
toma vino junto a sus compadres antes de abrir la nave. Es un antro lleno de
viejos marineros al que se entra después de atravesar una cortina de la que
cuelgan conchas recogidas en la playa y que provocan un cosquilleo de rumores
marinos. Vittorio descorre la cortina y durante unos segundos no ve nada porque
apenas hay luz en el interior y los ojos tardan en acostumbrarse a esta sombra
apacible de bar de puerto. Pero el profesor oye pronto sus carcajadas, las
palabras del dialecto veneciano con vocales abiertas y tan musicales que ha echado
de menos en sus años triestinos. Al final de la barra encuentra a Pietro
contando a sus amigos una de sus historias. ¿Inventada o real? Qué más da, es
un tipo alegre, feliz en su engaño que le sirve para seguir viviendo y resistir
los reveses de la vida. Mientras habla, da golpes en el mostrador de la taberna
con sus manos pintadas por Durero subrayando los matices de la historia y suena
hueca y profunda la vieja madera, quizás rescatada de un barco hundido, impregnada
de alcoholes baratos, de pringue y salazones.
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