martes, 21 de mayo de 2013

UN CADÁVER EN LA LAGUNA


 
Las caprichosas corrientes han arrastrado el cadáver hasta la Punta de la Aduana en el Dorsoduro. El cuerpo lleva flotando por el Canal Grande desde la Riva del Carbón hasta el Palazzo Barbarigo donde llegó a las tres de la mañana. A la altura del Rio di San Barnaba se quedó al menos una hora encajonado entre dos barcas de las que traen el pescado a los puestos del Rialto. En ese rato, la barba de algas de una de las embarcaciones se quedó enredada en la mano izquierda. Y ahí permanece desde entonces.
Es una mujer vestida de blanco con un pañuelo anudado al cuello.
El cadáver flota boca abajo de forma que en sus ojos podríamos ver el reflejo del fondo de la laguna. Ahora mismo aparece el cieno que durante siglos se ha acumulado en la Fondamenta della Salute. Se identifican zapatos perdidos, una maleta rota, un carrito de niño, la cabeza de una muñeca de porcelana, un par de gatos muertos, un jarrón roto, un ancla de barco. También se adivina el costillaje de un pez gigantesco. ¿Alguna vez hubo ballenas varadas en Venecia?
Al paso por Santa Maria del Giglio los ojos muertos descubren en el fondo unas imposibles formaciones tubulares, como chimeneas cónicas de las que salen burbujas. ¿Será Venecia que respira? Y en un lado del canal, sosteniendo la Basílica de Santa Maria della Salute, un bosque sumergido de pilotes de olmo y troncos de roble como cimiento de la nave de piedra. Son los árboles que llegaron de los Alpes para levantar esta mole que alberga delicados tizianos.
A la altura del Palazzo Dario el agua se cuela por callejones submarinos que casi nadie conoce, un laberinto ignoto que sólo asoma cuando se desecan los canales para hacer alguna obra de reparación o saneamiento. Desde luego es una Venecia que no aparece en los mapas ni en los grabados que cuelgan de las paredes de viejos y silenciosos museos. En esta Venecia submarina las corrientes lagunares provocan en las casas un ruido de oleaje que llega distorsionado y que al subir hasta las estancias más altas sugieren conversaciones de fantasmas. Y en el techo de uno de los pasajes abovedados cuelgan las raíces de plantas huidas de jardines de esos que se cultivan en la parte de atrás, al refugio de la mirada descarada de los turistas que atraviesan el Gran Canal. Qué inquietante esta Venecia de los fondos, inmóvil,  suspendida, llena de bosques ahogados, desván de objetos inservibles, mapa de dormidas corrientes marinas.
La mujer se arrojó al canal a las doce en punto. Es joven, de apenas veinte años, la melena negra -que olía a uvas y ahora desprende un vago hedor a salmuera- se mueve al ritmo de las aguas que hoy están estremecedoramente calmadas. Apenas sopla viento.
Entre sus piernas el agua parece roja. Es un cadáver que aún menstrúa. La joven olvidó o pensó que ya no importaba colocarse los paños de algodón. El recuerdo de la vida se escapa en el agua, es una nube rojiza que acompaña a la difunta hasta esta Punta de la Aduana.
Falta poco para llegar al mar oscuro y denso, lagunar y furioso, salado y dulce.
Adriático.

Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'

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