lunes, 20 de mayo de 2013

EL PALAZZO DEL AIRE


Foto: Matthias Schaller
 
Todos los días de verano a las ocho en punto de la mañana, entraba el soplo de marea por la ventana del salón principal en la primera planta del palacio. La brisa marina y tibia se recreaba en el salón, acariciaba los retratos familiares despertándolos del plácido sueño de la noche y se adentraba en las maderas nobles de los muebles de la bisabuela Anna: el cabinet francés de nogal, un bargueño español con incrustaciones de mármol y una consola tallada con soportes que representaban las figuras de unos esclavos turcos.
Con ese aire cálido, a pesar de la hora de la mañana, las maderas resudaban dejando en el ambiente un aroma de resinas antiguas mezcladas con un leve olor a salitre, a recuerdos marinos y, más específicamente, de nostalgias adriáticas. Un aroma de aguas dulces mezcladas con olas saladas.

 Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'
 
Luego, el vientecillo que se adentraba en la casa se decidía a subir la gran escalera principal y allí saludaba con extremada educación a los antepasados que permanecían suspendidos en las paredes, pintados por maestros ya desaparecidos y rodeados por marcos dorados según el capricho de las épocas. Los más antiguos mostraban sus gorgueras sucias de tiempo, luego estaban los de pelucas empolvadas del XVIII y encajes pintados al óleo con sutil delicadeza. Después de acariciar a los fantasmas venerables, la brisa pasaba de largo por el salón de los espejos, dejando empañado de vaho marino la luna del que se encontraba en el rellano de la escalera cuyo azogue estaba velado y ojeroso en las esquinas. Este espejo estaba colocado en el primer descansillo de la escalera de forma que reflejaba gran parte de la planta primera e incluso los retratos que colgaban de las paredes como si dentro de la luna siguiera sucediéndose otro imposible palacio paralelo. Era uno de esos espejos que devoran escenas e intentan atrapar el alma de lo reflejado. Un espejo peligroso que sólo se descubre en las ciudades líquidas. Este espejo –grandioso, con marco barroco de caoba- reproducía a todos los habitantes, los de hoy y los de ayer, mezclando sin orden a figuras del pasado y del presente que subían o bajaban por la gran escalera.

Foto: Matthias Schaller

Después de subir, la brisa doblaba entonces a la derecha para internarse en un largo pasillo en el que alcanzaba gran velocidad convirtiéndose en poderosa corriente, razón por la que la casa tenía un nombre muy particular: el Palazzo del Aire. Los caprichosos vientos venecianos recorrían con placer la casa, paseaban por la escalera, se adentraban en los rincones, se recreaban en los cajones alborotando las prendas de los difuntos y los recuerdos más lejanos. El Palazzo del Aire era una casa caótica y desordenada por culpa de las corrientes.

Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'

Durante algunos años había permanecido abandonado, pero ahora, con el regreso de Vittorio, el viejo palacio había vuelto a recuperar la vida. Y los vientos adriáticos festejaban la reapertura de la casa. Lástima que la agitación de las brisas y corrientes provocara un especial daño en los cortinajes del pasillo, de terciopelo marrón y muy gastados, con múltiples calvas y que al simple roce de una mano dejaban en el suelo un polvillo viejo de telas nobles y vencidas. Un rastro que luego ese mismo viento barría en su loca carrera con el fin de borrar toda huella de su paso por la casa. Era una cuestión de cortesía para agradecer tanta hospitalidad.

 Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'
 
En esta mañana de julio, el viento marino, cálido y viscoso llega al dormitorio principal, el aposento que Vittorio ha escogido al regresar a la casa después de muchos años de residencia en la ciudad de Trieste. Es la estancia más fabulosa, el lugar donde habían sido engendrados todos los miembros de la saga, bajo aquella grandiosa cama con doselete, cortinajes y cabecera labrada con incrustaciones de marfil que sugerían bodegones de fruta que algunas veces se colaban en los sueños. Las pesadillas solían dejar en el durmiente un sabor de brevas e higos maduros.

Foto: Pablo Genovés. Serie 'Precipitados'
                                                          
Vittorio, aún somnoliento, reconoce el olor del viento madrugador y en el plácido sueño surgen de manera inconsciente escenas de la infancia, de las playas al sol del Lido en brazos de su madre Sofía, cogiendo cangrejos en la orilla, contemplando el paso de los barcos. También en este duermevela llega a otro recuerdo con horizonte de barcos, barcos que ve desde la ventana de su casa en Trieste. A su lado, está Antonella, siempre pálida, su querida esposa ya desaparecida, que es como uno de esos fantasmas familiares que siguen presentándose con metódica puntualidad. Antonella y aquel pasado de barcos, de herrumbre y óxido, de líneas lujosas de cruceros de la Lloyd, de la baixa y la alta triestina, de los años dando clases en la Universidad de aquella inquietante ciudad. Trieste, la sonámbula, la ciudad suspendida, el no-lugar, el fabuloso paraíso en el que había sido feliz. O tal vez no. Ahora es incapaz de recordarlo.

 
Vittorio se despierta del sueño. Aspira el aroma a mar que ha dejado la corriente que ahora sale por la ventana que da al canal. Es un día de sol y la luz intensa se refleja en las aguas, reverbera y se proyecta en las paredes de la estancia. Unas paredes agrietadas, sucias, llenas de manchas de humedad, pero en las que aún se adivinan los frescos que alguna vez representaron el baño de una diosa. Venus blanquísima y desnuda, eso sí, con discreción de dormitorio conyugal, el aposento para las cópulas oficiales, permitidas, sagradas, obligatorias, inspiradas por los juegos venusianos. Tan fructíferas de niños Brunelleschos surgidos de estas sábanas de sedas frías y envejecidas.
El sol veneciano reverbera justo ahora en el cuerpo de la diosa pintada y los reflejos, con el movimiento de las aguas de la laguna, parecen hacer cosquillas en los senos de Venus. Pechos nerviosos, inquietos, blanquísimos, de pezones rosados… Antonella.  


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