Todos los días de verano a las ocho en punto de la
mañana, entraba el soplo de marea por la ventana del salón principal en la primera
planta del palacio. La brisa marina y tibia se recreaba en el salón, acariciaba
los retratos familiares despertándolos del plácido sueño de la noche y se
adentraba en las maderas nobles de los muebles de la bisabuela Anna: el cabinet francés de nogal, un bargueño
español con incrustaciones de mármol y una consola tallada con soportes que
representaban las figuras de unos esclavos turcos.
Con ese aire cálido, a pesar de la hora de la mañana, las maderas resudaban dejando en el ambiente un aroma de resinas antiguas mezcladas con un leve olor a salitre, a recuerdos marinos y, más específicamente, de nostalgias adriáticas. Un aroma de aguas dulces mezcladas con olas saladas.
Con ese aire cálido, a pesar de la hora de la mañana, las maderas resudaban dejando en el ambiente un aroma de resinas antiguas mezcladas con un leve olor a salitre, a recuerdos marinos y, más específicamente, de nostalgias adriáticas. Un aroma de aguas dulces mezcladas con olas saladas.

Luego, el vientecillo que se adentraba en la casa se
decidía a subir la gran escalera principal y allí saludaba con extremada
educación a los antepasados que permanecían suspendidos en las paredes, pintados
por maestros ya desaparecidos y rodeados por marcos dorados según el capricho
de las épocas. Los más antiguos mostraban sus gorgueras sucias de tiempo, luego
estaban los de pelucas empolvadas del XVIII y encajes pintados al óleo con
sutil delicadeza. Después de acariciar a los fantasmas venerables, la brisa pasaba
de largo por el salón de los espejos, dejando empañado de vaho marino la luna del
que se encontraba en el rellano de la escalera cuyo azogue estaba velado y
ojeroso en las esquinas. Este espejo estaba colocado en el primer descansillo
de la escalera de forma que reflejaba gran parte de la planta primera e incluso
los retratos que colgaban de las paredes como si dentro de la luna siguiera
sucediéndose otro imposible palacio paralelo. Era uno de esos espejos que
devoran escenas e intentan atrapar el alma de lo reflejado. Un espejo peligroso
que sólo se descubre en las ciudades líquidas. Este espejo –grandioso, con
marco barroco de caoba- reproducía a todos los habitantes, los de hoy y los de
ayer, mezclando sin orden a figuras del pasado y del presente que subían o bajaban
por la gran escalera.
Después de subir, la brisa doblaba entonces a la
derecha para internarse en un largo pasillo en el que alcanzaba gran velocidad
convirtiéndose en poderosa corriente, razón por la que la casa tenía un nombre
muy particular: el Palazzo del Aire. Los caprichosos vientos venecianos recorrían
con placer la casa, paseaban por la escalera, se adentraban en los rincones, se
recreaban en los cajones alborotando las prendas de los difuntos y los
recuerdos más lejanos. El Palazzo del Aire era una casa caótica y desordenada por
culpa de las corrientes.
Durante algunos años había permanecido abandonado,
pero ahora, con el regreso de Vittorio, el viejo palacio había vuelto a
recuperar la vida. Y los vientos adriáticos festejaban la reapertura de la
casa. Lástima que la agitación de las brisas y corrientes provocara un especial
daño en los cortinajes del pasillo, de terciopelo marrón y muy gastados, con
múltiples calvas y que al simple roce de una mano dejaban en el suelo un
polvillo viejo de telas nobles y vencidas. Un rastro que luego ese mismo viento
barría en su loca carrera con el fin de borrar toda huella de su paso por la
casa. Era una cuestión de cortesía para agradecer tanta hospitalidad.

En esta mañana de julio, el viento marino, cálido y
viscoso llega al dormitorio principal, el aposento que Vittorio ha escogido al
regresar a la casa después de muchos años de residencia en la ciudad de
Trieste. Es la estancia más fabulosa, el lugar donde habían sido engendrados
todos los miembros de la saga, bajo aquella grandiosa cama con doselete, cortinajes
y cabecera labrada con incrustaciones de marfil que sugerían bodegones de fruta
que algunas veces se colaban en los sueños. Las pesadillas solían dejar en el durmiente
un sabor de brevas e higos maduros.
Vittorio, aún somnoliento, reconoce el olor del viento
madrugador y en el plácido sueño surgen de manera inconsciente escenas de la
infancia, de las playas al sol del Lido en brazos de su madre Sofía, cogiendo
cangrejos en la orilla, contemplando el paso de los barcos. También en este
duermevela llega a otro recuerdo con horizonte de barcos, barcos que ve desde
la ventana de su casa en Trieste. A su lado, está Antonella, siempre pálida, su
querida esposa ya desaparecida, que es como uno de esos fantasmas familiares
que siguen presentándose con metódica puntualidad. Antonella y aquel pasado de
barcos, de herrumbre y óxido, de líneas lujosas de cruceros de la Lloyd, de la baixa y la alta triestina, de los años dando clases en la Universidad de
aquella inquietante ciudad. Trieste, la sonámbula, la ciudad suspendida, el
no-lugar, el fabuloso paraíso en el que había sido feliz. O tal vez no. Ahora
es incapaz de recordarlo.
Vittorio se despierta del sueño. Aspira el aroma a mar
que ha dejado la corriente que ahora sale por la ventana que da al canal. Es un
día de sol y la luz intensa se refleja en las aguas, reverbera y se proyecta en
las paredes de la estancia. Unas paredes agrietadas, sucias, llenas de manchas
de humedad, pero en las que aún se adivinan los frescos que alguna vez
representaron el baño de una diosa. Venus blanquísima y desnuda, eso sí, con discreción
de dormitorio conyugal, el aposento para las cópulas oficiales, permitidas,
sagradas, obligatorias, inspiradas por los juegos venusianos. Tan fructíferas
de niños Brunelleschos surgidos de estas sábanas de sedas frías y envejecidas.
El sol veneciano reverbera justo ahora en el cuerpo de
la diosa pintada y los reflejos, con el movimiento de las aguas de la laguna,
parecen hacer cosquillas en los senos de Venus. Pechos nerviosos, inquietos,
blanquísimos, de pezones rosados… Antonella.
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